Dr. Vicente Andrés: Sobre el preámbulo de la Ley Orgánica de Regulación de la Eutanasia (LORE) IV: Conclusiones para el médico práctico

Vicente Andrés Luis (1954), Doctor en Medicina por la Universidad Complutense de Madrid, Diplomado Superior en Bioética por la Escuela Nacional de Sanidad y Máster Universitario en Filosofía Práctica por la Universidad Nacional de Educación a Distancia, concluye en esta cuarta y última entrega su análisis sobre el preámbulo de la Ley Orgánica de Regulación de la Eutanasia

Se han venido analizando, en los tres artículos precedentes, los distintos aspectos de la LORE que tienen repercusiones en la práctica médica, en ningún momento hemos de olvidar que es el clínico el que ha de decidir sobre lo que concierne al paciente, sin dejar de escuchar sus necesidades, prioridades, preferencias y sin olvidar sus valores personales, con los que no necesariamente el médico tiene que estar de acuerdo, pero que ha de tener en cuenta para considerarlos debidamente, ajustadamente. La buena relación clínica se basa en un encuentro, en una alianza con una finalidad común, donde las dos partes se entienden mutuamente, en un terreno intersubjetivo en el que no caben imposiciones de ninguna de las dos partes. Tampoco se ha de olvidar que no es una relación aislada del entorno familiar y social, pero se ha de buscar esa intimidad imprescindible en el acuerdo de que se trate.

Importa, por un momento, volver al origen, al nómos, el precedente del concepto de «ley». Si la «autonomía» es la capacidad de todo ser humano para autodeterminarse en libertad, esto es sin coacción, solo en función de la propia voluntad para elegir y no de otras voluntades ajenas, la «ley» se define como «la prescripción dotada de necesidad»[1]. Dicho de otro modo, la necesidad[2] es la que condiciona la prescripción. Necesidad y prescripción son dos nociones familiares para el clínico. El paciente, en un estado de necesidad y condicionado por la enfermedad, busca la ayuda médica. El sanador, comprendiendo esta necesidad, haciendo causa común con él, prescribirá una serie de normas consensuadas por los dos que, libremente —en función de esa necesidad comprendida por ambos—, llevarán a superar dicho estado de necesidad, quedando los dos liberados del compromiso clínico una vez resuelto aquello que les unió.

Un pequeño tratado dentro del Corpus Hippocraticum, posterior al conocido «Juramento»[3], y titulado «Ley» (Nómos) se escribió con la intención de crear buenos médicos y diferenciarlos de los malos médicos, constituyendo una propedéutica habilitadora para el ejercicio de la medicina basada en la «capacidad natural, enseñanza, lugar adecuado, instrucción desde la infancia, aplicación y tiempo»[4]. Esto sería el equivalente a lo que hoy consideramos vocación ―algo completamente individual y personal―, adquisición de conocimientos, habilidades y actitudes con la necesaria experiencia que es la que contrasta las capacidades innatas y la capacitación adquirida. «La falta de experiencia es mal tesoro y pobre despensa para los que la tienen (…); es nodriza de cobardía y temeridad. La cobardía significa incapacidad y la temeridad desconocimiento del arte». El texto implica una llamada a la prudencia en el ejercicio del arte de la medicina rematando con una sentencia: «Y dos cosas distintas son la ciencia y la opinión, de las cuales una produce conocimiento y la otra ignorancia»[5]. En este tratado, el aspecto individual y personal toma una importancia capital, tanto para el médico en su formación y práctica, como para el paciente[6].

Con este prolegómeno que sitúa al médico práctico frente a su paciente, en una relación en la que caben y reglan la Bioética, el Derecho, la Ley, la Deontología, con dos personas que en dicha relación buscan no perjudicarse, ser justos, no vulnerar leyes, ni códigos y en la que, respetándose mutuamente, han de encontrar una concordancia en las decisiones que tomen para llevar a cabo una acción que a ambos beneficie o al menos no los perjudique.

Así pues, en este escenario con el que cualquier médico práctico se puede identificar, raro será el que no haya tenido que oír y atender a distintas peticiones del paciente relacionadas con una necesidad de diverso grado. Acceder a esas peticiones o rechazarlas forma parte de lo sentido y percibido por ambos, que no es necesariamente coincidente. En lo que nos ocupa, con diversa frecuencia, los médicos se ven involucrados en la expresión verbal del sufriente de desearse la muerte, por no poder aguantar más lo que conlleva su enfermedad. En el terreno de la enfermedad mental, la expresión verbal de buscar un suicidio liberador indica una realidad que antes o después el paciente realizará y que alerta al médico que ha de ajustarse a dicha realidad. El paciente confía en la capacidad liberadora de la muerte que le evitará seguir sufriendo a él y a su familia. La buena praxis recomienda tomar las medidas oportunas.

Este deseo de adelantar la muerte para acabar con un sufrimiento que al paciente se le hace insoportable, por más que al médico no se lo parezca, requiere del mismo ajustamiento. Desdeñar esta manifestación, en algo sentido y percibido por él, es algo que el buen clínico no debe hacer; por el contrario, esa experiencia tiene que ser debatida. Con la progresión de la enfermedad de pronóstico infausto, que él conoce, han de llegar a un punto común de asentimiento. Ambos comprenden que se está llegando al final de la vida biológica y solo cabe esperar un empeoramiento. Pasar del deseo a la acción es cuestión de un corto espacio de tiempo. El médico, que ha compartido con este paciente la aparición de la enfermedad, el diagnóstico, el pronóstico establecido y el fracaso de todas las medidas terapéuticas, se ve ante una situación problemática, porque deontológicamente no puede abandonar a su paciente, ni tampoco ayudarle a poner fin a su vida. En esta situación tan personal, con dos protagonistas, la estadística no puede decir nada. Decir que esto es raro o muy frecuente es fútil. Un solo caso, con toda su complejidad, ya llena por completo cualquier estadística. Lo que queda meridianamente claro es que es una necesidad que ha de ser atendida y no ocultada o minimizada. El médico tiene dos salidas, se identifica con la situación y participa en la eutanasia o en la ayuda al suicidio o le expone claramente a su paciente «de toda la vida» que no puede ayudarle, por cuestiones de valor personal (religión, creencia, ideología), a poner en práctica esa petición.

De esta necesidad real nace la LORE. Como cualquier ley, se promulga para regular una situación, en este caso, tan problemática como suponen las «muertes por compasión» o los suicidios por desesperación. Las primeras podían generar juicios penales para el médico o para quien participe en esta muerte, y un sufrimiento añadido para los familiares cercanos, como todo suicidio conlleva. La LORE, no solo regula, sino que no penaliza la acción del médico. Para el paciente proporciona las suficientes garantías, entre otras que este ha podido manifestar abiertamente a su familia su deseo expreso para buscar la cohesión y aquiescencia de ella, facilitando la deliberación familiar y el duelo posterior.

Por último, la ley no es impositiva, no obliga a nadie. Está ahí para situaciones extremas, la sedación paliativa puede ser una opción para determinados pacientes, no es eutanasia, pero la separa de esta una cuestión de cantidad, de dosificación y, por supuesto, la intención de quien la aplica, una cuestión de conciencia según el propósito que guíe.

Como ya se ejemplificó en el artículo anterior, el Código Deontológico habrá de adaptarse a la LORE, se ha de buscar una nueva redacción que armonice la deontología profesional con dicha ley y desarrolle más explícitamente el aspecto de la objeción de conciencia que cobra una nueva dimensión. La puesta en práctica de la LORE, para los médicos, no es una cuestión de opiniones, sino de conocimiento y reflexión personal.

Con este artículo termina la serie de reflexiones personales sobre el Preámbulo de la LORE; sin duda, hay más aspectos del contenido de la ley que requerirán nuevos abordajes.

[1] Sánchez Meca, D. (1996). Diccionario de filosofía. Madrid: Alderabán, p. 284.

[2] La necesidad es lo opuesto a la contingencia. Aquella es, esta puede o no puede ser.

[3] Si «Juramento» está influido por la filosofía pitagórica, «Ley» lo está por la filosofía de Demócrito. En esta época (finales del s. IV a. C.) «el concepto de sangre divina fue sustituido por el de naturaleza humana (phýsis) y esta se individualizó con todas las circunstancias y disposiciones que rodean a cada persona». Lara, MD. (1990) «Ley». En Tratados Hipocráticos I. Madrid: Gredos, p. 89.

[4] «Ley», 2, (1990). En Tratados Hipocráticos I. Madrid: Gredos, p. 93.

[5] Ibidem, 4, p. 94.

[6] Ver nota 3.