Dr. Vicente Andrés: “Sobre el preámbulo de la Ley Orgánica de Regulación de la Eutanasia (LORE) II: Autonomía e intencionalidad”

Vicente Andrés Luis (1954), Doctor en Medicina por la Universidad Complutense de Madrid, Diplomado Superior en Bioética por la Escuela Nacional de Sanidad , Máster Universitario en Filosofía Práctica por la Universidad Nacional de Educación a Distancia y ex secretario de la Comisión Deontológica del Colegio de Médicos de Toledo publica, en la tribuna de opinión de Médicos y Pacientes, una segunda entrega sobre el preámbulo de la Ley Orgánica de Regulación de la Eutanasia

Autonomía e intencionalidad son dos elementos fundamentales de esta ley en torno a los que giran otros componentes, por ello es importante que se profundice en estos conceptos y su significado si se quiere comprender el alcance y los límites de la eutanasia y el suicidio asistido.

Esta capacidad del ser humano de darse normas a sí mismo no es, hasta donde conocemos, una capacidad innata. Es algo que se va desarrollando según lo hace cada individuo y que acompaña armónicamente a otras capacidades que, con dicho desarrollo, se van adquiriendo. Por lo tanto, es comprensible que hablemos de grados de autonomía diferentes, tantos como estadios de desarrollo o circunstancias del transcurso de cada biografía que lo pueden determinar, modificar y hasta anular. No solo nos podemos quedar en esta capacidad para autodeterminarnos mediante una ley personal dependiente de la propia voluntad, hay que darse cuenta de que están también implícitas la autarquía y la autorrealización. Esto quiere decir que sobre esa «disposición natural», que suponemos a cada individuo humano, aparecen la capacidad para dominarse a sí mismo ―un dominio ejercido desde la propia libertad― y la autorrealización de cada uno, esto forma parte de las aspiraciones y deseos personales.

Si situamos la aparición del concepto en Kant ―por economía de espacio, no buscaremos más atrás[1]― que lo centra en deberes u obligaciones, permite justificar aquellos y estos, sin tener que recurrir a los derechos[2]. En cierto modo, el deber o la obligación antecede al derecho. Así los médicos, en uso de su autonomía profesional, tienen la obligación de atender a las necesidades del paciente, aun sin tener el paciente adquirido el derecho legal a la asistencia. Y aquí es el momento de considerar cómo la denominada «muerte compasiva», que ha venido precediendo a la promulgación de esta ley, podía entrar dentro de lo que un médico se ve impelido a hacer, aun a sabiendas que podía tener un problema legal, de acuerdo con el antiguo artículo 143.4 del Código Penal[3]. Este artículo ha sido modificado y se ha añadido un punto 5 para indicar que «no incurrirá en responsabilidad penal quien causare o cooperare activamente a la muerte de otra persona cumpliendo lo establecido en la ley orgánica reguladora de la eutanasia». Así, no solo se regula un procedimiento, sino que se despenalizan estos casos en los que la asistencia al sufrimiento de la persona enferma, incurable, que no soporta seguir viviendo y que pide reiteradamente a su médico de confianza ―con el que le une ya más que una mera relación clínica―, viéndose así abocado a tomar una decisión final que acabe con el sufrimiento y la vida de su paciente.

Por lo tanto, vemos que estas dos autonomías de la voluntad personal, en dos seres humanos plenamente conscientes, con una relación igualmente personal ―además de profesional― han coincidido en que ya la vida de esa persona había perdido el valor que tuvo. En función de las referidas autonomías, esto puede ser así, o el médico puede considerar que esa vida del paciente incurable sigue siendo valiosa y digna de ser vivida, pero a la vez comprender, si es su paciente, con el que le une la amistad que nace de la relación clínica, que por razones éticas no debe imponer su criterio a la persona que sufre, por una mera disparidad de valores. Este médico tiene la opción de objetar al acto final de la eutanasia, sin que esto exija abandonar al paciente en el proceso previo del morir, ese que le llevará inevitablemente a la muerte. Este médico está en el pleno derecho de acogerse a la objeción de conciencia, que también la ley contempla.

La disparidad en los valores pone de relieve su separación de los hechos que la realidad presenta. Podemos llegar a un acuerdo en la interpretación del hecho clínico concreto, como evaluar la capacidad y la competencia del paciente o averiguar en qué punto se encuentra en el proceso de morir; sin embargo, es muy difícil coincidir en el valor de la vida de alguien, cuando de dos, o más, observadores se trata. Recurrir a Platón, en su Apología de Sócrates, puede dar una idea de cómo el maestro septuagenario convence a los discípulos de la decisión tomada, ya consciente de haber completado su vida, prefiriendo el suicidio antes que el destierro:

Pero hagamos ahora otra reflexión y veamos que hay fundamento para esperar que la muerte sea un bien. Porque una de dos: o quien muere queda reducido a la nada y entonces no siente ni padece, o, como dicen, la muerte es un cambio de morada, un tránsito en el que el alma se traslada de este mundo a otro.

Si es la ausencia de toda sensación, como es el caso de quien duerme sin soñar, entonces la muerte es para nosotros un estupendo beneficio (XXXII).

Para Sócrates, en su situación individual y personal, el valor de su vida, como «bien», es muy inferior al de la muerte que intuye cercana, por eso opta por esta, tomando libremente la decisión de suicidarse.

Así llegamos al otro concepto que médico y paciente tienen en común, esto es la «intencionalidad» que puede converger en ambos o divergir. Un concepto que Husserl tomó de Franz Brentano (1838-1917) y que, en la escuela fenomenológica, designa la estructura de la conciencia. Se tiene conciencia de algo, de un fenómeno que se manifiesta a la conciencia. La conciencia no es un puro estado subjetivo. La eutanasia y el suicidio asistido forman parte de lo intersubjetivo. La intención es un «tender hacia» que se ve acompañada del intento, su estructura, que señala un «propósito»

 

[4]. El intento constituye el sentido de la intención. La sensación y la percepción, la Estética (aisthesis), cobran aquí un valor complementario de la Ética convirtiéndose en un punto de coincidencia entre dos sujetos, en el que ambos pueden ponerse de acuerdo, si lo que sienten y perciben es común o, al menos, cercano. Efectivamente, también pueden señalar extremos irreconciliables, porque sensación y percepción pueden variar dependiendo del momento de cada individuo. Obrar en un sentido u otro dependerá de la voluntad de cada cual, en definitiva, de su autonomía. Uno y otro habrán de consentir que la acción se realice de común acuerdo, o no hacerlo. La ley regula y despenaliza, no obliga.

[1] Sería interesante, pero no imprescindible, revisar el conflicto que plantea la «antítesis nómos-phýsis» en lo relativo a la moral y a la política en la Ilustración griega del siglo V a. C. En origen, nómos está más cerca de la justicia (Diké, Iustitia) que de la ley [Jaeger, W. (1982). Paideia. Madrid: Fondo de Cultura Económica. p. 76, nota 7]. De acuerdo con esto, el concepto de autonomía sería un modo de ser justo, de tener sentido de la justicia, más que la capacidad de darse leyes a sí mismo.

[2] Bertomeu, MJ. (2018). «El lado oscuro de los derechos humanos». En Sánchez, N.; Satne, P. (Eds) Construyendo la autonomía, la autoridad y la justicia. Leer a Kant con Onora O’Neill. Valencia: Tirant Humanidades. p. 177.

[3] El texto antiguo decía: «EI que causare o cooperare activamente con actos necesarios y directos a la muerte de otro, por la petición expresa, seria e inequívoca de este, en el caso de que la víctima sufriera una enfermedad grave que conduciría necesariamente a su muerte, o que produjera graves padecimientos permanentes y difíciles de soportar, será castigado con la pena inferior en uno o dos grados a las señaladas en los números 2 y 3 de este artículo» (LEY ORGANICA 10/1995, del Código Penal).

[4] Sánchez Meca, D. (1996). Diccionario de filosofía. Madrid: Alderabán, pp. 247-248.

5 Ibidem.